Los amparadores mineros
Por Ricardo Alonso
El de amparador es un oficio antiguo. Ellos cuidaron y aún cuidan, a veces por decenas de años, los campamentos mineros que quedan a sus cargos cuando las faenas se detienen.
Los amparadores mineros son los héroes solitarios de la Puna.
Seres anónimos y desconocidos, la mayoría pasan sus vidas, o largos años de ellas, en la más absoluta soledad. Gozando de toda la libertad, en medio de una cárcel inconmensurable y voluntaria: el espinazo andino y la altiplanicie de la Puna.
Son los guardadores de los campamentos mineros.
El de amparador es un oficio antiguo. Viene del español amparar, o sea resguardar y proteger. Y precisamente ellos cuidaron y aún cuidan, a veces por decenas de años, los campamentos mineros que quedan a sus cargos cuando las faenas se detienen. La ciclicidad en el precio de los metales o de los distintos minerales y rocas de aplicación, hace que muchas veces deje de ser rentable su explotación. Y allí quedan estos seres solitarios, acompañados de alguna vieja radio de onda corta y un infaltable perro chusco, que como se sabe, es el mejor compañero que se puede tener en el mundo.
Tal como lo exalta Arturo Pérez Reverté en su bellísimo libro, de lectura recomendada, que titulara «Perros e hijos de perra»; una apología a los animales y un furibundo ataque a los malos humanos.
Esa fidelidad de los perrunos que motivó al conde sueco Eric von Rosen a llevarse a su castillo escandinavo a un caschi de la plaza 9 de Julio, de Salta, que lo había acompañado sin desmayos en la larga expedición científica a los Andes en 1901.
En la década de 1980, mientras exploraba la Puna de punta a punta, tuve la suerte de conocer y tratar a muchos de los viejos amparadores puneños. Hombres de palabras cortas y de silencios y miradas profundas. Llegar a esos campamentos perdidos en la inmensidad del desierto y compartir a veces un plato de comida. Poder dejarles víveres, enseres, medicinas, proveeduría y algo valioso que atesoraban: los diarios, aun cuando fueran viejos. Esa hambre innata y a su vez adquirida de leer para informarse, entretenerse y pasar el tiempo.
Guardo innumerables anécdotas de aquellas visitas. Sería imposible mencionarlos a todos, sea a los que conocí personalmente o bien de los que tengo referencias por mentas.
Roberto Cruz, con quién coincidimos en mina Tincalayu en 1980, fue el último amparador de mina La Casualidad.
Hace poco lo encontré y juntos elaboramos una lista de aquellos amparadores que ambos recordábamos. Uno de ellos, Saturnino Varas, un chileno de la vieja Boroquímica, era amparador del campamento de mina Porvenir en el salar de Cauchari. Nos dejaba lavar sus tierras auríferas secretas y preparaba un delicioso estofado de vizcachas bien picante. Con limón sutil que le proveían los caravaneros que cruzaban desde el norte chileno.
También en Porvenir supo estar don Bartolomé Soriano. Ricardo Morales, minero nativo de Santa Rosa de los Pastos Grandes, que fuera amparador de mina Sijes y también de Porvenir. Dionisio Córdoba pasó largos años de su vida cuidando las instalaciones de Olacapato. Su padre, Esperidión Córdoba, estuvo una vida entera en las minas de borato de Tres Morros, en Salinas Grandes.
En Estación Salar de Pocitos estaban Saturnino Rodríguez, que amparaba a Boroquímica, y Florencio Flores, boliviano, que amparaba las instalaciones de Omar Espinosa y se caracterizaba por una caligrafía perfecta. Cuando ponía una firma lo hacía con una ceremonia que indicaba el valor que él daba a cualquiera de los actos por muy simples que fueran.
Crescencio Casimiro, cuidaba las instalaciones de Neptalí Sanz en el salar de Pastos Grandes y en otras minas del lugar.
Lechín Salva, de Catamarca, así como Natividad Guitián y Juan Morales, fueron todos ellos amparadores de las minas de perlita de Quirón en la falda sur del volcán Quevar.
Especialmente a Juan Morales se le deben muchos de los hallazgos del vidrio volcánico hidratado en esa zona. Lucio Fabián pasó su vida en salar del Rincón.
Pedro Fabián fue amparador de la mina de hierro Frontera en el límite con Chile.
Carlos Rodríguez amparó largos años la mina de ónix Arita, al sur del salar de Arizaro.
Vicente Varas estuvo en Guanaquero y Eugenio Varas, chileno, vivió también en Arita, en las canteras de ónix de los Cvitanic.
Tomás Cruz estuvo largos años en las canteras de ónix de Gavenda, en Norma y Casa del Zorro, cerca de Catua. El único salar con carbonato de sodio, que fuera explotado largos años por la empresa Mellado, tuvo como amparador a Juan Silvestre.
Las minas de sal de roca de Tolar Grande tuvieron como amparadores a Mario Cervantes y también a Rufino Pérez. Este último perdió la mano por una voladura de dinamita.
Los bolivianos Vedia, Mamaní y Salomón Zambrana pasaron largos años en Río Grande, dependiente de la mina La Casualidad. Cuando llegaba el tren les dejaba los víveres en una estación a varios kilómetros y ellos iban a buscar esas mercaderías y proveedurías con una carretilla. Era su contacto con el mundo.
Muchos de los amparadores eran chilenos, bolivianos o nativos puneños. En Chile amparar tiene un significado algo diferente y es el de llenar las condiciones con que se adquiere el derecho de sacar o beneficiar una mina. Para valorar en su real dimensión la figura del amparador hay que pensar en el significado de una vida en otra dimensión.
Solos en la nada, a decenas de kilómetros del lugar poblado más cercano, viviendo a 4.000 o más metros de altura sobre el nivel del mar. Con lo que significan las inclemencias del tiempo. Temperaturas nocturnas siempre bajo cero y que alcanzan hasta menos 30 grados centígrados en invierno, además de las extremas amplitudes térmicas durante el día y la noche.
Con nevadas intensas que pueden dejar aislados los campamentos durante semanas o meses. A lo que se suma el famoso viento blanco, que congela cuerpo y espíritu, y que tan bien rescatara Juan Carlos Dávalos en su ya clásico libro.
Con tormentas eléctricas y la posibilidad cierta de ser alcanzados por un rayo. Como le ha pasado a varios pastores y habitantes de la Puna. Los vientos secos que evaporan la piel, los salares infinitos donde el surumpio puede cegar, la heliofanía y la intensa radiación ultravioleta; todo ello, en conjunto, forman un combinado de elementos que hacen de los amparadores una especie de figuras fantasmagóricas.
Parcos, silenciosos, templados, con la piel seca y oscura quemada por el sol, envueltos en sus ropas andinas, están dotados de una profunda filosofía natural. La que da el pensamiento solitario en la inmensidad del cosmos, ya que ellos son los dueños de la vía láctea en las largas noches nocturnas. Justo en la Puna donde el cielo estrellado alcanza dimensiones colosales por la transparencia del aire.
Fuente: El Tribuno