La sal de los Andes
A un salar se entra de repente. Por alguna razón geológica tienen un límite casi exacto, una línea irregular a partir de la cual comienza el blanco: a veces uno puede pararse con las piernas separadas y tener una adentro y otra afuera del salar.
De lejos, en cambio, un salar es algo indefinido, una imagen plana y fulgurosa con las manchas plateadas de los espejismos como lagunas. Desde el borde ya cobran forma y parecen uno de esos mares congelados de la Antártida, que surcaremos con las camionetas como rompehielos.
El momento mágico de un salar es la temporada de lluvia, ya que sus planicies quedan cubiertas de una fina capa de agua inmóvil que refleja el cielo y duplica a las personas, permitiendo fotografías que son surrealismo puro mientras se avanza entre dos cielos, uno real y su réplica abajo.
SALINAS GRANDES Arrancamos el viaje en la Quebrada de Humahuaca, en Jujuy, partiendo desde Tilcara. Pasamos por Purmamarca para ver el cerro de los Siete Colores y subimos los caracoleos de la Cuesta de Lipán hasta los 4170 metros –el punto más alto de la RN 52 donde se comienza a bajar hacia la Puna entre solitarios caseríos de adobe.
Con la altura desaparece casi toda vegetación y tras una curva aparecen las Salinas Grandes, derramándose como un mar de sal hasta donde alcanza la mirada: estamos en la Puna, esa dura superficie plana que no se quebró al surgir los Andes y se elevó junto con ellos hasta los 3500 metros, conformando una árida altiplanicie con suaves ondulaciones.
Llegamos un 13 de agosto, día en que el sol y la luna tienen pactada una extraña cita, en un inhóspito rincón de la tierra bajo la línea del Trópico de Capricornio. Abandonamos el asfalto por unos metros para rodar sobre el suelo blanco. Mientras tanto, el sol oblicuo del atardecer toma posición para un encuentro muy singular, en el que el astro rey y la luna se ven las caras durante unos minutos, elevando la luminosidad del desierto blanco a su máximo esplendor. Hasta que el sol desaparece y se desata en la salina un viento apocalíptico y la temperatura cae en picada 20 grados: es hora de partir.
RUMBO A SALTA Tomamos la ruta, de ripio en buen estado, hasta el polvoriento pueblito puneño de San Antonio de los Cobres para pasar la noche y seguir al día siguiente hasta Tolar Grande –uno de los parajes más espectaculares de la provincia de Salta– por la RNP 51 subiendo hasta los 4560 metros en el abra del Alto Chorrillo, el punto más alto del viaje. A partir de aquí descendemos hacia el pueblo de Olacapato, cuyo centenar de habitantes vive en casas de adobe junto a una estación de tren abandonada. Ocho kilómetros más adelante aparece el caserío en ruinas de Cauchari, donde dejamos la RN 51 que sigue hacia en el Paso de Sico para tomar la RP27. Al rato aparece al costado de la ruta el Salar de Pocitos, el segundo del viaje, una planicie blanca sin una sola irregularidad. Luego entramos a la Recta de la Paciencia que atraviesa la nada.
Pasando el laberinto geológico de Los Colorados el paisaje se transmuta en el Desierto del Diablo, donde pareciera que el mundo que nos rodea es un planeta rojo sin vida. Desde Tolar Grande, donde dormimos, salimos de excursión y atravesamos el Salar de Arizaro, cuyos 5500 kilómetros cuadrados lo convierten en el tercero más grande del continente. Y después llegamos al Cono de Arita, una pirámide casi perfecta en medio de un salar, un pequeño volcán al que le faltó fuerza para estallar y por eso no tiene cráter. Está rodeado de una sal negra que brotó resultado de antiguas corrientes subterráneas de magma y fue un centro ceremonial de la cultura atacameña.
SALARES EN ATACAMARegresamos a San Antonio de los Cobres por la nueva RN 40 que pasa por debajo del famoso viaducto La Polvorilla del Tren de las Nubes y termina en el pueblo de Susques en Jujuy (este tramo es de 130 kilómetros de ripio). Desde Susques hasta Atacama, por el Paso de Jama, es todo asfalto.
Desde San Pedro de Atacama vamos al Salar de Tara por una ruta de asfalto que sube hasta los 4852 metros, donde doblamos por una huella borrosa que se interna en un pedregal. Al fondo de una planicie se levantan rectas columnas de piedra conocidas como Monjes de la Pakana, la más grande de ellas llamada El Moai, haciendo honor a su nombre referido a la Isla de Pascua. Avanzamos por el centro de una gran caldera volcánica donde hace milenios confluyeron varios ríos de lava: el sendero parece avanzar entre los restos de un “estallido atómico”. Nuestro vehículo atraviesa el salar de Tara entre unas gigantes formaciones rocosas llamadas Las Catedrales. Y finalmente desembocamos en una gran laguna con miles de flamencos en la lejanía, conformando una gran mancha rosada.
El último día vamos a observar uno de los mejores atardeceres de la zona, en el Salar de Atacama, que mide 100 kilómetros de largo por 80 de ancho: es el más grande de Chile y el segundo del mundo, poblado por infinidad de flamencos que pasan a vuelo rasante sobre nuestra cabeza.
AL SALAR DE UYUNI Desde San Pedro de Atacama seguimos viaje hacia Bolivia para visitar el Salar de Uyuni, el mayor de la tierra. Para hacer este viaje conviene tener un vehículo 4×4 o el menos elevado, pero también se puede contratar una excursión.
La ruta entre Chile y Bolivia a través de los Andes es deslumbrante, con lagunas altiplánicas y miles de flamencos. En el camino salen al paso llamas y vicuñas que corretean gráciles sobre coloridas montañas con la cima nevada y sus minerales a flor de tierra, sin otra vegetación que unos pastos ralos.
Cruzamos a Bolivia en el Hito Cajón a 4350 metros de altura y dormimos en el poblado de Villa Mar, aún en Los Andes. Al día siguiente, a media mañana, vemos a lo lejos una laguna radiante que resulta ser un mero espejismo: es el ansiado salar de Uyuni. Estamos ya a las puertas de ese mundo blanco.
Avanzamos a 100 kilómetros por hora por una ilimitada autopista de sal sin la menor ondulación. Al caer la noche nos alojamos en el hotel Palacio de Sal, levantado en bloques blancos con techo de madera y zinc.
En el cuarto del hotel el techo tiene forma de iglú y, salvo el baño, todo es de sal: la mesita de luz, el aparador y las camas. Además hay un cuartito anexo con un escritorio, todo bien calefaccionado. En el restaurante, las mesas y sillas de sal están fijas, obra de los “carpinteros” quienes traen un gran bloque de sal y tallan el mueble in situ.
La siguiente parada es en el pueblo de Colchani, cuyos 300 habitantes trabajan en la industria salinera y viven en casas levantadas con bloques de sal y coral. Finalmente llegamos al pueblo de Uyuni, desde donde volvemos a la Argentina vía La Quiaca en Jujuy.
Fuente: Página 12